¿Hay que tenerles miedo a las palabras? El consenso es que no, que a las palabras se las lleva el viento, que solo importan nuestros actos. Creo que podríamos hilar más fino.
El lenguaje natural, esto que hacemos los humanos al hablar, es un fenómeno único en la naturaleza. Por supuesto, todos los seres vivos comunican. Por medio de señales visuales, auditivas, químicas o eléctricas, desde las plantas hasta nuestras mascotas, la naturaleza necesita comunicación para funcionar. Nuestra especie, sin embargo, dio un paso más y, en lugar de venir preparados para enviar solo un menú fijo de mensajes preestablecidos (el ladrido del perro que advierte sobre un potencial peligro, las flores que atraen a un polinizador en particular), los humanos tenemos además la capacidad de emitir un número de sonidos discretos (sin entrar en detalles, eso que representamos mediante letras), que podemos combinar en palabras, que a su vez originan oraciones. No hay techo para las combinaciones, y allí se anclan la matemática, la lógica, las ciencias, la filosofía, las leyes y también, claro, el discurso político.
Así que es ingenuo, si no acaso peligrosamente ingenuo, restarle importancia al peso de lo que decimos. Porque las palabras tanto pueden sanar como malherir.
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